viernes, 22 de octubre de 2010

Del tiempo, del espacio, del vacío

Tal vez estas palabras sean, digamos, sólo un sueño.... soy una persona que sueña mucho. Sueño despierta. Dormida casi nunca, no, hace mucho que no sueño, o al menos que no me acuerdo de mis sueños. En cambio, los que sueño despierta, esos los retengo, esos son los que me importan. Y ni hablar, si, estudio Psicología, deberían interesarme más los otros, pero ni modo, que de mi inconsciente se ocupe otro. Yo por lo pronto me ocupo de soñar, de soñar despierta, y ¿saben qué? Me encanta. Me gusta pensar y delirar, soñar con que tengo un futuro, y ¿por qué no? Un presente también... Soñar con que en algún momento todo saldrá bien, y dejaré entonces de existir. Soñar con que algún día dejaré de soñar para vivir la realidad, que será un sueño. 

Por ahora, sólo me quedan las ensoñaciones. Voluntad no tengo, ni fe, ni nada. No tengo espacio, ni tiempo. El tiempo de mis sueños no es tiempo, no existe el tiempo ahí. No se trata de años, no, se trata de vacío... del vacío que tengo cuando estoy despierta. Estoy vacía de mi misma y de tantas otras cosas... pero por sobre todas las cosas estoy vacía de la posibilidad de llenar el vacío, pues este me pertenece tanto como a veces me invade, y lo amo tanto como lo desprecio.

Así es.. tengo un vacío inherente. Una mano que señala el camino, y un yo que nunca obedece. No nací para obedecer a nadie, ni siquiera a mí misma, y sin embargo no rompo una sola regla, más que la de tener siempre reglas. No puedo con mi espíritu. Constantemente me transmite vibraciones de pérdida y desencuentro. No puedo mirar a los ojos, hace años que no puedo, y si miro no estoy mirando, en realidad. No hago más que pensar en otra cosa, no hago más que soñar. No le conozco los ojos a nadie, y no quiero conocerlos, pues no quiero ver las almas confundidas, necesitadas, y volver a pensar que puedo hacer algo para salvarlas. No deseo ver la cara de esas ánimas inválidas que un día vinieron a reclamarme. No, no puedo controlar la desdicha que me produce no poder ayudar a nadie, ni siquiera a mi misma. No poder pensar en nada. Se me está haciendo un mar, pero de rocas. Inconcebiblemente grande, y taciturno, áspero, crudo, inanimado. Se me hace... que acabo de describirme. ¿Será que mi alma es de roca? No lo sé. Analista de almas aún no soy. Y de todos modos no quiero pensar que tengo el alma de roca... o que ya no tengo alma.

No deseo pensar en nada, pues estoy harta de hacerlo. Estoy harta de que me digan que hacer, y de asentir con la cabeza mientras miro al más allá del más allá. Estoy harta de convivir en un tiempo que no me satisface la fibra más mínima de la piel. ¿Y saben de qué más estoy harta? Estoy harta de comerme las uñas esperando un milagro que nunca vendrá, pues de todos modos no creo en los milagros...

jueves, 21 de octubre de 2010

Hasta el amanecer

Yacían en la cama, rendidos, inmóviles... casi inertes. Ella lo miraba fijamente. El sólo sonreía. Luego la observaba, sin dejar de sonreír. Ninguno hablaba, pues ya no importaba el habla. El universo se había hecho de una materia diferente.
            
Hacía calor. La habitación olía a prisión… prisión de los cuerpos, pero cuán libres eran en realidad. El calor era realmente insoportable, pero ni ella ni él se atrevían a mencionarlo, no fuera cosa que rompieran ese momento, tan mágico, como surreal con alguna palabra que fuese fatídica, como cualquier palabra. Ciertamente… las palabras no eran dignas, el idioma se les antojaba grosero en comparación al momento. Y sí que lo era. Ningún idioma podía expresar el instante.
            
Entonces ella habló:
--Ha sido bueno. Qué suerte que vine…
--Sí, qué suerte… pero igualmente… no deseo que te vea nadie…
--Lo sé, ya hemos tenido suficientes problemas antes.
--Precisamente…
--Dame unos segundos, quiero disfrutar del momento. Además aún no me he vestido.
--¿Te pido un taxi?—preguntó él en tono burlón. Ella soltó una carcajada. Parecía que estaba riendo por primera vez en la vida, o tal vez por una última… quién podía saberlo?
--Cada día estás más chistoso, Adrián. Extrañaba eso. Qué bueno que hayas vuelto a ser el mismo…
--No, el mismo no… nunca podré volver a ser el mismo…
--Bueno, pero al menos estás mejor.
--Vos me ponés mejor.--Leonora se sonrojó ante este comentario. Hacía largos años que Adrián no le hacía un cumplido.
--Te pusiste colorada…
--Callate…--dijo ella, y con el rostro teñido de un rojo casi bermellón, comenzó a bailar una danza silenciosa alrededor de la pequeña cama. En cada movimiento de su mística danza recogía una prenda de ropa. Se iba vistiendo poco a poco. Otras veces iba lanzando una a una las prendas sobre la cama, mientras Adrián la observaba casi hipnotizado, pensando que era allí donde deseaba estar por el resto de su vida. Entonces una lágrima recorrió su rústico pómulo, y luego su mejilla. Trató de ocultarla. No pudo. Leonora se percató de ello, pero no dijo una sola palabra. No deseaba romper el silencio para burlarse de su amado, después de todo esa gota había salido segundos antes de su bello ojo, mezclada con una sonrisa y agua de rosas. Y sí que debía oler a rosas… una lágrima de rosas. Y a ella le gustaban mucho las rosas. Quiso entonces acercarse, sólo para oler la lágrima. No pudo, no se animó, seguía ensimismada en su danza. Pronto olvidó la lágrima, y poco menos pronto, también la danza.
            
Se hallaba ya vestida y lista para salir. Miró a Adrián con detenimiento. Lo amó con la mirada durante unos segundos. Luego se acomodó a su lado, acurrucada sobre las sábanas arrugadas, y abrazó su robusto pecho. Sintió cómo latía su corazón, y le impresionó la velocidad. Lo amó por eso. Luego besó su omóplato derecho. Adoraba la espalda de Adrián. Siempre le había gustado más que, por ejemplo, sus manos.
—Es tarde—se animó a decir.
—El tiempo es relativo…—respondió Adrián—imaginate si alguien hubiese dicho alguna vez que a partir de ese momento se dormiría de día… ahora tendríamos todo el tiempo en nuestras manos…
—Pero no es así, y lo sabés…
—¿Por qué tenés que vivir bajo las reglas que inventaron otros? Inventá las tuyas propias, que para eso te fue dado el libre albedrío.
—Nunca me quedé hasta tan tarde... No puedo, lo sabés, ya está por empezar…
—Eso siempre me pareció una excusa.
—¡No te lo voy a permitir! ¡Sabés perfectamente que siempre he dicho la verdad!
—Para serte franco, no me consta.
—No digas eso… no lo viste, pero lo sabés…
—Ver para creer, Leonora… ver…
—Callate, no digas estupideces. No sabés lo que es. Es tarde, me voy, abrime la puerta.
—No.
—¿Qué es lo que te pasa?
—Vos me pasás. Pasás, y luego te vas.
—¡Es que es necesario! Dale, amor, no empecemos a pelear ahora que estamos tan bien, por favor te lo pido…
—Tenés razón, soy un idiota. Ya sé, no es tu culpa, pero vos no sabés lo que es esto… siento como si no te conociera del todo ¿entendés?
—Si, obvio que te entiendo, pero entendeme vos a mí también… no se puede…
—Es verdad… pero… quizás si te quedás a dormir…
—¡¡Estás en obstinado hoy, eh!!
—Lo sé. Es que no sé cómo hacer para convencerte…
—¿Tanto querés conocerme?
—No te voy a abrir la puerta, y lo sabés.
—¡Ya empieza! ¡Me voy!
—Chau… Te amo…
—Yo también, amor… Hasta el amanecer…


—Diana ¡¡acá van a rodar cabezas!!!—exclamó el doctor. La enfermera Diana estaba aterrada.
—Deje, doctor, ya va a aparecer. Yo tengo que preparar la medicación. Carina va a hacer su ronda ahora. Le digo que le avise cualquier cosa ¿le parece?
—Bueno, bueno… apurate—contestó el Doctor Glassman, y se retiró.
            
Un estremecedor grito surcó el pasillo del ala oeste. Todos lo oyeron, e inmediatamente corrieron a ver que pasaba, armándose una veloz procesión de internos. La puerta de la habitación de donde había provenido el grito estaba abierta. Pedro, el paciente más joven, se adelantó para entrar. Lucía, la aún no diagnosticada, intentó detenerlo, pero ya era tarde. Pedro sería el primer paciente en vislumbrar la espantosa imagen.
            
Un hilo de sangre corría por la mejilla de Adrián. Sí que debía oler a rosas. O tal vez eso pensaba en ese momento Leonora, quien se hallaba en una de las esquinas de la habitación, en posición fetal. A su lado, Carina intentaba consolarla.
            
Adrián yacía inmóvil en la cama, ahogado en un charco de sangre que se iba fundiendo con las sábanas, y con él…
—¡Silencio!—exclamó Glassman, abriéndose paso entre la multitud—¿Qué pasa acá que están todos reunidos?—preguntó a los gritos, creyendo que seguramente era una de esas rebeliones de internos a las que estaba ya acostumbrado. Entró entonces en la habitación y vio de qué se trataba. Se horrorizó, pero mantuvo la compostura y salió a dispersar a la multitud:
—Fuera, no hay nada que ver acá. ¡Fuera he dicho! ¿No me oyeron? ¡¡¡Fueraaaaa!!!
            
Todos se alejaron y volvieron a sus tareas, excepto la enfermera Diana, quien en vano intentaba ocultar sus lágrimas.
—Doctor, yo…
—No me hables, Diana. Acá van a rodar cabezas, y la tuya va a ser la primera… ¿Cómo los dejaste dormir juntos? ¿Acaso no sabés perfectamente que…?
—Yo… Doctor, lo que pasa… yo no…
—Callate, Diana. Terminá de preparar la medicación y andate a tu casa, tomáte el resto del día.
—Si, Doctor—Diana atinó a retirarse. Glassman la detuvo:
—Acordate de que esta noche te espero en casa… No llegues tarde. No sé, pensate alguna excusa…
—Si, Doctor.
—Y un favor más te pido: hoy a la noche… no me llames “doctor”… 

domingo, 17 de octubre de 2010

Del vómito y las bestias en las jaulas

Algunos vomitamos por desprecio, otros por placer, por deseo, y otros por enfermedad. Pero todos vomitamos. A veces deseamos la enfermedad, ver la cara de aquello que nos atormenta, para así contrastarlo con la sublime realidad que inventamos unos segundos atrás. ¿Para qué? Para sentirnos vivos... vivos y libres. Poder vomitar y volver a empezar, desde cero, ese círculo que de tanto odio ya se ha vuelto nuestro amigo. Y claro que es incondicional, como nuestras cruces, puesto que si no, no las cargaríamos con tanto empeño, no estrecharíamos tan seguido la mano de nuestra séptima muerte de esta noche, y por supuesto no necesitaríamos vomitar. Sin embargo lo hacemos, cada vez que el sol se apaga y nos refulge el alma, como idiotas, esperando que el destino se autoescriba. 

¿Qué somos, sino un vómito del destino? Ya no somos juguetes, y sin embargo tentamos a la suerte, jugamos a borrar de los pasadizos de la memoria todo aquello que nos hizo viles. Lo vomitamos, y luego que alguien limpie este desastre, pues ya no queremos ver los trozos de otra alma desgarrada, mezclada con la negra bilis de nuestro propio rencor. Es ese, entonces, el momento en que el espejo deja de mirarnos a los ojos. Nos da la espalda y nos damos cuenta, aunque no sin negaciones previas, de que hemos enfermado. 

Aguardamos sin embargo ansiosos a que claven nuestra cruz. El calvario ha comenzado como una hoguera que jamás fue de vanidades, si bien amenaza también con quemarlas. El vómito se mezcla con el fuego líquido que fluye desde el centro del ser, como un hedoroso magma que al fin nos hará libres, condenándonos a ser absolutos, a las cenizas de un adios que jamás tuvo un hola precedente. Vomitaremos, entonces, algunas lágrimas. 

Mas no nos adelantemos aún. El sol brilla hoy con más fuerza que nunca. Es preciso vomitarle unas palabras que no rocen sus oídos más que en los sueños de alguna de las bestias dormidas, encerradas en las jaulas que nos separan de nuestra propia demencia. Son nuestras bestias, nuestros miedos y debilidades, criaturas que vomitan látigos y nos hacen sangrar esa espalda que carga sobre sí todo el peso de la enfermedad. Nuestras bestias están también enfermas, y nos enferman aún más cuando, consagradas a la idea de que el sol no les llama por su nombre, pugnan por huír, vomitándonos encima todo el hastío y la enfermedad. Nos vuelven incompletos. Huesos y sangre, tal vez algún músculo, mas nunca un cuerpo que pueda preciarse de tal. Somos vómito de bestia, y ellas sueñan con el sol. Somos vómito de sueños, de sol y de piedad. La piedad enferma a nuestras bestias dormidas, y todos sabemos que se vuelve muy difícil conciliar el sueño cuando está uno enfermo. 

Es por ello que debemos vomitar, puesto que las criaturas no callarán hasta ver el sol. Somos presos de nuestra propia jaula, que no existiría si no fuésemos presos, pues es la propia enfermedad la que enferma. Son nuestros miedos que sólo se aplacan con golpes del destino, que sentados esperamos a que nos guiñe con ojos de universo. Nuestro vómito es el mal, que fluye por nuestras gargantas en vehementes gritos de guerra, que al salir se asemejan más a lastimeros aullidos de dolor. Mientras tanto las bestias se comen nuestra carne, para luego vomitarnos el ser y seguir enfermándonos, repitiendo así el maldito círculo de nuestra propia demencia, que nos ata a las infames cruces, para ahogarnos en gigantescas quimeras, mas pequeños esfuerzos de mortales que aguardan la salida de otro sol que alumbre sus defectos, como cada mañana.

Entre tanto el cigarro se consume en el cenicero, y el cristal de los sueños va quebrándose cada noche. Quién sabe si alguna vez llegarán a ser sueños rotos, o si las bestias los devorarán, haciendolos partes de la enfermedad pero en añicos. Por lo pronto, prefiero yo mis sueños de cristal, aún si deba devorarlos cada noche, y vomitarlos en el eterno de las jaulas. No deseo que mis sueños sean fagocitados por esta enfermedad de esperar y vomitar, de esperar vomitar, de cargar la cruz de mi pripia demencia, del miedo a confrontar con aqeullo que alguna vez creí vil, y que ahora fluye por mis entrañas mezclado con la negra bilis que a esta altura se encuentra ya en mi garganta. 

Voy a dar un trago de mi propia muerte y a vomitar unas palabras que tal vez sirvan de consuelo a mis rencores y remordimientos enjaulados, a las arcadas de odio que jamás cesarán. Pues si tengo que vomitar mis sueños, será por haberme planteado un desafío más grande, y no creo poder devorarme el universo... ¡mucho menos habré de vomitarlo!

Bienvenidas sean entonces, viles bestias, pues es esta su morada. El universo es vuestra jaula. Serán entonces mis sueños, los barrotes...

sábado, 9 de octubre de 2010

Relativo a un dolor relativo

Las líneas de mis manos son difusas. Parece que hubieran sabido desde un principio que mi camino sería torcido, y no quisieron marcarlo... desde allí lo han tornado relativo. Es por ello que hoy ya no veo las malditas líneas. Se han tornado derrotas, nebulosas... si, esos son sustantivos, quizás debiera dejar de atribuirlos. Sin embargo cae la lluvia y me acomodo en un rincón, uno demasiado relativo, viendo en las palmas de mis manos dibujarse los estigmas de cada caída, retratarse mutuamente en las heridas más funestas que tracé con las pestañas de dos ojos que ya están cerrados hace tiempo. 

Hay veces que no quiero ver los límites. No conozco límites en mí, y así lo prefiero. Pero la relatividad me alcanza como bala de arma fría en universo, y no puedo describir este segundo en que entra en mi pecho a la velocidad en que escribí estas memorias. Son las memorias de un segundo piso, donde todo va rápido, incluso la escalera. Esa se mueve, me trae arriba, consigo, me lleva abajo, al umbral de la deshonra, donde todo es paz, pues ya no hay dolor que pueda soportarse, más que el dolor eterno. Y es verdad aquello que decían... eso de que si el dolor fuese eterno, en algún momento nos acostumbraríamos. Aún no lo logro, pero creo que estoy pronta.

Mi dolor es eterno, pues soy frágil. No obstante me pregunto cada tarde, entre sollozos, cuántas veces puede morirse, romperse un alma sin desintegrarse completamente. O será que soy un ser de muchas almas... o será tal vez que se regeneran a cada instante en que el dolor de antaño vuelve a apoderarse de mi memoria, y me dispara aquella gélida bala que en la noche de los desencuentros supo encontrarse con mi pecho lacerado. Si, es verdad, a veces no comprendo las palabras, y a veces hasta me producen gracia. Sin embargo vuelo... vuelo y caigo, reviento mi rostro contra el empedrado. Bien sabes que odio mi rostro. No obstante vuelve a nacer una y otra vez en el espejo, ese maldito que me tortura cada mañana, recordándome que sigo siendo yo, al menos por un día más. 

Ahora ya no puedo concentrarme. Será que el recuerdo de tu boca me aparece cada vez que quiero ver qué hay más allá, haciéndome estremecer. Será que no me dejo convencer por la inmensidad de los reproches, de que esta noche es incalculablemente única, tan mágica que contagia, pero contagia de odio, de tormento, y tal vez de esos colores grises que jamás sabremos ser. 

Acontecido, entonces, el día, suelo buscar los vestigios de los pasos. Suelo desandar por los arroyos de lágrimas, que son los únicos que me acompañan cuando el sol escasea en los rincones. El sol también es relativo, al igual que los rincones donde me encorvo a escuchar la lluvia, en esos días tan contra-la-pared y hacia-afuera. Si, son conceptos, es por ello que van con guiones entre medio, y es por ello también que la noche me baña con sus rayos de cristal. Entre tanto el cristal del alma se me empaña con cada palabra no dicha, con cada acertijo no resuelto, mientras voy librándome al destino de no pertenecer más que a seguir el camino de la virtualidad. 

Creo que ahora comprendes lo que digo, no hace falta que te explique que ya camino de a pedazos, que deliro a la distancia por saber si es un río o la primera gota de una mañana amenazante... de esas que vienen con nubes de lluvia, que pronto son llevadas por ese viento de azufre hacia el puerto del lamento, en donde aquel día paramos a conversar acerca de las heridas ya cerradas, mas nunca cicatrizadas por dentro. Y son esas las que más duelen, las que nadie ve, pero que sentimos dentro de todas estas capas de nostalgia. Son heridas relativas, como el sol, como la niebla que me ahoga cuando vuelo por tus tierras infames. 

Son las cuatro de la mañana y no veo que te hayas ido. Más bien parece que tu día se ha transformado en presagio. La presencia se hace ausencia, y la ausencia se hace carne. Y hoy más que nunca, tu carne presentifica el horror, ese que sin quererlo aquella noche te devino inmanente. Ríes y suspiras ante mi ingenuidad, pues bien me sabes ingenua, así como yo he comenzado a saberte infame. No pido que no rías, mas ten piedad de mi rostro, pues se deforma con cada mentira, con cada beso que das sin alma. 

No pido nada más que piedad, una que sea relativa en tanto cambias de forma. Antes eras sombra, ahora eres crucifijo. No quiero dejarte crecer y que te transformes así en una cruz que sea mi cadalso. No quiero cargarte en mi espalda, mas creo que debo hacerlo por el bien de mis pupilas flageladas. No acostumbro soportar estos presagios, y sé muy bien cada palabra que se dice en el silencio. Sin embargo quiero clavar este puñal en tu espalda, por si acaso no llegaras a lamentarte por mi espectro... ese al que hoy le niegas la mirada. 

He llegado lejos, estoy en mi hora más enferma. Mas como toda enfermedad es relativa, y en este caso carece de remedio. No hay paz que cure estas lúgubres visiones del hastío, no hay tiempo que transcurra en estas cuatro paredes, que no traiga con el viento desesperadas añoranzas de tu espalda tan roída, de la almohada ahora tan vacía como tu alma. 

Y como todo, también eres relativo, y quiero ser la determinación de tu constante en dinamismo, quiero borrar las fronteras que te atan al vacío enajenante. Quiero que me abraces en el rincón del objetivo, y determinarte una caricia naturalizada. Quiero borrarte, mas mi memoria es relativa, pues relata los desprecios y relativiza suspiros que te di para callarte. Quiero determinarte y que me seas relativo. Quiero que me determines y termine este castigo de no ver que la distancia se me torna relativa si es tu voz la que me aguarda al otro lado de la luz de la desidia. 

Quiero que determines mi canto y ya no mi llanto. Quiero relativizarte el alma.

jueves, 7 de octubre de 2010

Cuando deje de mirarte

El día que deje de mirarte el alma, mátame. No dejes que me corrompa mirando por la vista de los ojos. No dejes que mi cuello sea la morada donde se posen los demonios que deambulan la noche de las esferas. No permitas que sangren mis pies de tanto andar por las cornisas de los edificios bajos, que se asemejan a tu inmortalidad, esa que mordí cuando eras sabio, y te llevabas el mundo.. pero por detrás. 

El día que el cristal se rompa en mis manos, mátame. Sabré que me inmolaras por distancias recorridas en un cuento de finales infelices, o con absurdas moralejas que más imitan al infierno de tu olvido. No dejes que te roa la memoria con el suplicio de mi canto que corrompe las canciones nunca escritas. No mires el instante en que borré supersticiones para no caer en tu juego, en esos tiempos demenciales en que todo era pretérito en tus lágrimas, y el verano se acercaba. No manches tus manos con la negra sangre que recorre mis pómulos cada vez que te alejas de este encierro que te ata a mis tobillos como estacas que no existen más que al abrir los ojos, en esta habitación vacía de recuerdos. 

El día que desoiga los designios, mátame. Lo sé, son inefables, como tu nombre, mas te darás cuenta si en mi mirada ya no vuelan las aves de la retórica, si se me nublan las pestañas al pedirle al sol que me lance al vacío para ya no ver tu rostro en cada flor marchita, en cada noche equivocada. No dejes que aplauda cada vez que muere el día, festejando cada hora, descorchando este veneno de burbujas engañosas. No permitas que tenga misericordia por mis rodillas que se pliegan hacia atrás, queriendo desandar los pasos que di desde la deshonra del no querer averiguar por qué tus manos son tan blancas y las mías se han quemado. 

El día que deje de sentirme derrotada, mátame, pues sabré que ya no hay nada que se interponga entre el ser y su cadalso, ese justiciero al que hace años dejé plantado en la autopista del siniestro. No rompas mis talones para que me quede quieta, mas quítame las fuerzas y la esperanza de algún día caminar en el sentido correcto. No permitas que piense que las pesadillas cesarán en un instante, y podré dormir veinte horas, como en aquel tiempo en que las palabras aún no me atormentaban, como aquellos días de luces lúgubres en cada esquina, de lobos agazapados en la penumbra de alguna de mis tantas lunas. 

El día que deje de mirarte el alma, mátame. No deseo ver tus ojos de montaña, esos vidrios que bien podrían ser fríos si no se viese tu alma a través de los desiertos. Mátame con sufrimiento, pues si el fin llega, quiero sentirlo. Quiero que destroces mi carne, mis huesos, todo de mí, sin miedo. Mátame sin pudor y sin recelo, sin rencor, sin remordimientos, pues sabes que el día... ese nefasto día que deje de mirarte el alma, será señal de que ha muerto la mía... 

miércoles, 6 de octubre de 2010

Del beso de fuego

El fuego lo cubre todo de un color rojo, o tal vez uno más oscuro... El tiempo ha hablado y se debate entre el ser o no ser del mismísimo ser abstracto, que como daga transdimensional atraviesa la barrera espacio-temporal de la nada. Y somos dos. Nos mioramos a los ojos como en un espejo y sonreímos, pues ya dan las doce. Pronto nos encontraremos con nuestros propios temores, espejearemos nuestras penurias recíprocamente. 

Pero ahora sólo déjame mirarte. Déjame descubrirte los lunares y unirlos, escribir mi nombre entre los puntos, gobernar el orden de las sinuosidades de tu piel y espejearte el alma. Amo que me mires a los ojos, pues veo en ellos el fuego que habita tu alma, veo el agua calma que sin violencia me ahoga, pues me dejas sin aliento. Déjame recorrer ahora tu espalda, para así volver a nacer en este otoño de disparidad qe me pesa en las heridas de mis manos de enredadera, esas que se prenden a tu pecho eternamente.

No quiero dejar de mirarte. No puedo tampoco, pues estoy demasiado ocupada en darle número a cada vello de tus cejas, que dibujan como nubes de los sueños más perfectos, los castillos que me habitan, pues en mi alma cabe el castillo, más no quepo en él por más que sea invitada. Se agolpan entonces estos corceles enardecidos en mi pesado esternón. Desean salir. 

Sin embargo no me obligues a seguir con la idea disparatada de que este incendio en mi morada refleja a tu habitación. Estoy cansada de fingir que no me tienes cansada. Cansada de borrar tu nombre de las páginas del libro de mi eterno, de romper estas líneas para luego reescribirlas entre llantos y suspiros por no saber si es por tí que muere esta obstinación de ser quien he sido hasta hoy. Ya no deseo borrar tu nombre de mi memoria, sólo deseo que marques el mío en tus ojos, y verme así viéndote verme, verme al mirarte, que te veas en mí, pues el alma en estos ojos es tuya en este momento. 

Deseo que el fuego te recubra con los sonidos más hermosos, y no desafinar cuando canto tu nombre, pues quiero grtiarlo y los tonos no salen... no logro entonar con el sonido desconocido. Mas deseo, sin embargo, que catnes mi nombre al espejo del sol, en tu idioma de insolencia. Que me digas al oído cuánto has esperado para rendirte ante ese destino que tú mismo escribiste con mis manos, al tomarlas. Bien sabes que te espero, y que me quemo por dentro, pues me invade en la garganta la fuga de mis espíritus. No soy sin fuego, ni tú sin agua que aplaque aquel impulso de perecer ante el púlpito que juntos derrumbamos esa noche. 

Y es increíble que sólo hayan pasado un par de horas, pues te has hecho tan presente que juraría que han sido semanas, tal vez meses, en los que mi rostro no había tomado la forma de ese espejo que devuelve los reflejos más perfectos, que son los de tu sonrisa y ya no las cenizas de mi alma. 

Entonces sonríes, y besas mis párpados, como si no quisieras que los volviese a abrir, como si no desearas que vea que mi muerte se aproxima, la muerte de mi alma en el espejo. Me besas nuevamente, me besas y sonríes, y tal vez... tal vez yo debería dejar de sonreír...

martes, 5 de octubre de 2010

De ojos y aceitunas

Mis ojos están enfermos. Debería arrancármelos y ponerlos en salmuera, hasta que se ahoguen de ardor y de miseria. Ellos están enfermos porque no quieren ver lo que hay alrededor. Nada los disuade. Mis ojos son condescendientes. Y creo que ya se me han vuelto en contra, en virtud de su estúpida condescendencia. Virtud? O en defecto? Cosa que odio... la condescendencia... 

Mis ojos no ven como ojos. Ellos revientan a cada paso y se enajenan de mí. Malditos desagradecidos, debería cobrarles el haberlos llevado tantas veces a pasear por los ocasos, para que vean la belleza de un cielo que estremece. Pero no, ellos se revelan, me azotan la memoria, y creo haber visto cosas que jamás vi, creo sentir cosas que jamás siquiera soñé, pues de haberlo hecho me comerían las hienas del odio, puesto que me han comido y no puedo verlo. 

Mis pupilas van a destiempo, ellas vacilan en la eterna nistagmus que es la vida, y me mareo. Vuelco, vomito, me desmayo, convulsiono, caigo, vuelvo a caer una y mil veces, mas vuelvo a levantarme. Y no sirven elementos para escapar de la vehemencia con que mis ojos se mueven, se apresuran a cambiar de visual. El espejo cóncavo ordena, ellos disponen, no se doblegan, pues no distinguen las consecuencias de los designios del espejo, del florero, y los demases que ya se han ido olvidando con el correr de estos tiempos de nistagmus. 

Mis ojos nunca se cruzan con otras miradas. Ellos son carne de mi carne roída, podrida, teñida de vacío, son nada. No tengo ojos, tengo odio, y mi odio es cabizbajo. Me obliga a ver mis pies y ese suelo por donde camino..  y sin embargo tropiezo. Tropiezo con todo lo que hay alrededor, adelante, atrás, a ambos costados, incluso en otras dimensiones. Tropiezo pues mis ojos no saben ver lo que ven. Ellos ven más allá de lo que hay, y me transportan hacia sitios donde existir es ser la nada, sin mirar que hay un demás que no están dando a conocer. 

Ellos son ventanas. Ventanas que ventanean mi vacío reflexivo, y yo suspiro. Las ventanas no se abren, y mis ojos no responden, son dispares... no tengo párpados, y aún así mis ojos están cerrados. Ellos miran en ángulos diversos, cual la lluvia arrastrada por los huracanes en montañas grises. Ven el futuro, el pasado, pero jamás el presente. Debería tener un tercer ojo, uno adaptativo, uno que poseyera un principio de realidad bien definido, y consolidado. Mas no lo tengo, sólo puedo ver pasado y futuro. 

Mis ojos no sirven si no puedo ver ahora. Debería arrancarlos y echarlos en salmuera, y así se expandan en la eternidad del frasco de aceitunas del presente desconocido. No pensar en el futuro, si acaso no me pertenece, como no me pertenecen hoy mis ojos, como no me pertenezco yo... a mí misma. Me soy ajena.

Quiero tus ojos, intercambiemos. Me parece justo, pues me pertenecen. Pues yo le pertenezco a tus ojos...