jueves, 21 de octubre de 2010

Hasta el amanecer

Yacían en la cama, rendidos, inmóviles... casi inertes. Ella lo miraba fijamente. El sólo sonreía. Luego la observaba, sin dejar de sonreír. Ninguno hablaba, pues ya no importaba el habla. El universo se había hecho de una materia diferente.
            
Hacía calor. La habitación olía a prisión… prisión de los cuerpos, pero cuán libres eran en realidad. El calor era realmente insoportable, pero ni ella ni él se atrevían a mencionarlo, no fuera cosa que rompieran ese momento, tan mágico, como surreal con alguna palabra que fuese fatídica, como cualquier palabra. Ciertamente… las palabras no eran dignas, el idioma se les antojaba grosero en comparación al momento. Y sí que lo era. Ningún idioma podía expresar el instante.
            
Entonces ella habló:
--Ha sido bueno. Qué suerte que vine…
--Sí, qué suerte… pero igualmente… no deseo que te vea nadie…
--Lo sé, ya hemos tenido suficientes problemas antes.
--Precisamente…
--Dame unos segundos, quiero disfrutar del momento. Además aún no me he vestido.
--¿Te pido un taxi?—preguntó él en tono burlón. Ella soltó una carcajada. Parecía que estaba riendo por primera vez en la vida, o tal vez por una última… quién podía saberlo?
--Cada día estás más chistoso, Adrián. Extrañaba eso. Qué bueno que hayas vuelto a ser el mismo…
--No, el mismo no… nunca podré volver a ser el mismo…
--Bueno, pero al menos estás mejor.
--Vos me ponés mejor.--Leonora se sonrojó ante este comentario. Hacía largos años que Adrián no le hacía un cumplido.
--Te pusiste colorada…
--Callate…--dijo ella, y con el rostro teñido de un rojo casi bermellón, comenzó a bailar una danza silenciosa alrededor de la pequeña cama. En cada movimiento de su mística danza recogía una prenda de ropa. Se iba vistiendo poco a poco. Otras veces iba lanzando una a una las prendas sobre la cama, mientras Adrián la observaba casi hipnotizado, pensando que era allí donde deseaba estar por el resto de su vida. Entonces una lágrima recorrió su rústico pómulo, y luego su mejilla. Trató de ocultarla. No pudo. Leonora se percató de ello, pero no dijo una sola palabra. No deseaba romper el silencio para burlarse de su amado, después de todo esa gota había salido segundos antes de su bello ojo, mezclada con una sonrisa y agua de rosas. Y sí que debía oler a rosas… una lágrima de rosas. Y a ella le gustaban mucho las rosas. Quiso entonces acercarse, sólo para oler la lágrima. No pudo, no se animó, seguía ensimismada en su danza. Pronto olvidó la lágrima, y poco menos pronto, también la danza.
            
Se hallaba ya vestida y lista para salir. Miró a Adrián con detenimiento. Lo amó con la mirada durante unos segundos. Luego se acomodó a su lado, acurrucada sobre las sábanas arrugadas, y abrazó su robusto pecho. Sintió cómo latía su corazón, y le impresionó la velocidad. Lo amó por eso. Luego besó su omóplato derecho. Adoraba la espalda de Adrián. Siempre le había gustado más que, por ejemplo, sus manos.
—Es tarde—se animó a decir.
—El tiempo es relativo…—respondió Adrián—imaginate si alguien hubiese dicho alguna vez que a partir de ese momento se dormiría de día… ahora tendríamos todo el tiempo en nuestras manos…
—Pero no es así, y lo sabés…
—¿Por qué tenés que vivir bajo las reglas que inventaron otros? Inventá las tuyas propias, que para eso te fue dado el libre albedrío.
—Nunca me quedé hasta tan tarde... No puedo, lo sabés, ya está por empezar…
—Eso siempre me pareció una excusa.
—¡No te lo voy a permitir! ¡Sabés perfectamente que siempre he dicho la verdad!
—Para serte franco, no me consta.
—No digas eso… no lo viste, pero lo sabés…
—Ver para creer, Leonora… ver…
—Callate, no digas estupideces. No sabés lo que es. Es tarde, me voy, abrime la puerta.
—No.
—¿Qué es lo que te pasa?
—Vos me pasás. Pasás, y luego te vas.
—¡Es que es necesario! Dale, amor, no empecemos a pelear ahora que estamos tan bien, por favor te lo pido…
—Tenés razón, soy un idiota. Ya sé, no es tu culpa, pero vos no sabés lo que es esto… siento como si no te conociera del todo ¿entendés?
—Si, obvio que te entiendo, pero entendeme vos a mí también… no se puede…
—Es verdad… pero… quizás si te quedás a dormir…
—¡¡Estás en obstinado hoy, eh!!
—Lo sé. Es que no sé cómo hacer para convencerte…
—¿Tanto querés conocerme?
—No te voy a abrir la puerta, y lo sabés.
—¡Ya empieza! ¡Me voy!
—Chau… Te amo…
—Yo también, amor… Hasta el amanecer…


—Diana ¡¡acá van a rodar cabezas!!!—exclamó el doctor. La enfermera Diana estaba aterrada.
—Deje, doctor, ya va a aparecer. Yo tengo que preparar la medicación. Carina va a hacer su ronda ahora. Le digo que le avise cualquier cosa ¿le parece?
—Bueno, bueno… apurate—contestó el Doctor Glassman, y se retiró.
            
Un estremecedor grito surcó el pasillo del ala oeste. Todos lo oyeron, e inmediatamente corrieron a ver que pasaba, armándose una veloz procesión de internos. La puerta de la habitación de donde había provenido el grito estaba abierta. Pedro, el paciente más joven, se adelantó para entrar. Lucía, la aún no diagnosticada, intentó detenerlo, pero ya era tarde. Pedro sería el primer paciente en vislumbrar la espantosa imagen.
            
Un hilo de sangre corría por la mejilla de Adrián. Sí que debía oler a rosas. O tal vez eso pensaba en ese momento Leonora, quien se hallaba en una de las esquinas de la habitación, en posición fetal. A su lado, Carina intentaba consolarla.
            
Adrián yacía inmóvil en la cama, ahogado en un charco de sangre que se iba fundiendo con las sábanas, y con él…
—¡Silencio!—exclamó Glassman, abriéndose paso entre la multitud—¿Qué pasa acá que están todos reunidos?—preguntó a los gritos, creyendo que seguramente era una de esas rebeliones de internos a las que estaba ya acostumbrado. Entró entonces en la habitación y vio de qué se trataba. Se horrorizó, pero mantuvo la compostura y salió a dispersar a la multitud:
—Fuera, no hay nada que ver acá. ¡Fuera he dicho! ¿No me oyeron? ¡¡¡Fueraaaaa!!!
            
Todos se alejaron y volvieron a sus tareas, excepto la enfermera Diana, quien en vano intentaba ocultar sus lágrimas.
—Doctor, yo…
—No me hables, Diana. Acá van a rodar cabezas, y la tuya va a ser la primera… ¿Cómo los dejaste dormir juntos? ¿Acaso no sabés perfectamente que…?
—Yo… Doctor, lo que pasa… yo no…
—Callate, Diana. Terminá de preparar la medicación y andate a tu casa, tomáte el resto del día.
—Si, Doctor—Diana atinó a retirarse. Glassman la detuvo:
—Acordate de que esta noche te espero en casa… No llegues tarde. No sé, pensate alguna excusa…
—Si, Doctor.
—Y un favor más te pido: hoy a la noche… no me llames “doctor”… 

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