Las líneas de mis manos son difusas. Parece que hubieran sabido desde un principio que mi camino sería torcido, y no quisieron marcarlo... desde allí lo han tornado relativo. Es por ello que hoy ya no veo las malditas líneas. Se han tornado derrotas, nebulosas... si, esos son sustantivos, quizás debiera dejar de atribuirlos. Sin embargo cae la lluvia y me acomodo en un rincón, uno demasiado relativo, viendo en las palmas de mis manos dibujarse los estigmas de cada caída, retratarse mutuamente en las heridas más funestas que tracé con las pestañas de dos ojos que ya están cerrados hace tiempo.
Hay veces que no quiero ver los límites. No conozco límites en mí, y así lo prefiero. Pero la relatividad me alcanza como bala de arma fría en universo, y no puedo describir este segundo en que entra en mi pecho a la velocidad en que escribí estas memorias. Son las memorias de un segundo piso, donde todo va rápido, incluso la escalera. Esa se mueve, me trae arriba, consigo, me lleva abajo, al umbral de la deshonra, donde todo es paz, pues ya no hay dolor que pueda soportarse, más que el dolor eterno. Y es verdad aquello que decían... eso de que si el dolor fuese eterno, en algún momento nos acostumbraríamos. Aún no lo logro, pero creo que estoy pronta.
Mi dolor es eterno, pues soy frágil. No obstante me pregunto cada tarde, entre sollozos, cuántas veces puede morirse, romperse un alma sin desintegrarse completamente. O será que soy un ser de muchas almas... o será tal vez que se regeneran a cada instante en que el dolor de antaño vuelve a apoderarse de mi memoria, y me dispara aquella gélida bala que en la noche de los desencuentros supo encontrarse con mi pecho lacerado. Si, es verdad, a veces no comprendo las palabras, y a veces hasta me producen gracia. Sin embargo vuelo... vuelo y caigo, reviento mi rostro contra el empedrado. Bien sabes que odio mi rostro. No obstante vuelve a nacer una y otra vez en el espejo, ese maldito que me tortura cada mañana, recordándome que sigo siendo yo, al menos por un día más.
Ahora ya no puedo concentrarme. Será que el recuerdo de tu boca me aparece cada vez que quiero ver qué hay más allá, haciéndome estremecer. Será que no me dejo convencer por la inmensidad de los reproches, de que esta noche es incalculablemente única, tan mágica que contagia, pero contagia de odio, de tormento, y tal vez de esos colores grises que jamás sabremos ser.
Acontecido, entonces, el día, suelo buscar los vestigios de los pasos. Suelo desandar por los arroyos de lágrimas, que son los únicos que me acompañan cuando el sol escasea en los rincones. El sol también es relativo, al igual que los rincones donde me encorvo a escuchar la lluvia, en esos días tan contra-la-pared y hacia-afuera. Si, son conceptos, es por ello que van con guiones entre medio, y es por ello también que la noche me baña con sus rayos de cristal. Entre tanto el cristal del alma se me empaña con cada palabra no dicha, con cada acertijo no resuelto, mientras voy librándome al destino de no pertenecer más que a seguir el camino de la virtualidad.
Creo que ahora comprendes lo que digo, no hace falta que te explique que ya camino de a pedazos, que deliro a la distancia por saber si es un río o la primera gota de una mañana amenazante... de esas que vienen con nubes de lluvia, que pronto son llevadas por ese viento de azufre hacia el puerto del lamento, en donde aquel día paramos a conversar acerca de las heridas ya cerradas, mas nunca cicatrizadas por dentro. Y son esas las que más duelen, las que nadie ve, pero que sentimos dentro de todas estas capas de nostalgia. Son heridas relativas, como el sol, como la niebla que me ahoga cuando vuelo por tus tierras infames.
Son las cuatro de la mañana y no veo que te hayas ido. Más bien parece que tu día se ha transformado en presagio. La presencia se hace ausencia, y la ausencia se hace carne. Y hoy más que nunca, tu carne presentifica el horror, ese que sin quererlo aquella noche te devino inmanente. Ríes y suspiras ante mi ingenuidad, pues bien me sabes ingenua, así como yo he comenzado a saberte infame. No pido que no rías, mas ten piedad de mi rostro, pues se deforma con cada mentira, con cada beso que das sin alma.
No pido nada más que piedad, una que sea relativa en tanto cambias de forma. Antes eras sombra, ahora eres crucifijo. No quiero dejarte crecer y que te transformes así en una cruz que sea mi cadalso. No quiero cargarte en mi espalda, mas creo que debo hacerlo por el bien de mis pupilas flageladas. No acostumbro soportar estos presagios, y sé muy bien cada palabra que se dice en el silencio. Sin embargo quiero clavar este puñal en tu espalda, por si acaso no llegaras a lamentarte por mi espectro... ese al que hoy le niegas la mirada.
He llegado lejos, estoy en mi hora más enferma. Mas como toda enfermedad es relativa, y en este caso carece de remedio. No hay paz que cure estas lúgubres visiones del hastío, no hay tiempo que transcurra en estas cuatro paredes, que no traiga con el viento desesperadas añoranzas de tu espalda tan roída, de la almohada ahora tan vacía como tu alma.
Y como todo, también eres relativo, y quiero ser la determinación de tu constante en dinamismo, quiero borrar las fronteras que te atan al vacío enajenante. Quiero que me abraces en el rincón del objetivo, y determinarte una caricia naturalizada. Quiero borrarte, mas mi memoria es relativa, pues relata los desprecios y relativiza suspiros que te di para callarte. Quiero determinarte y que me seas relativo. Quiero que me determines y termine este castigo de no ver que la distancia se me torna relativa si es tu voz la que me aguarda al otro lado de la luz de la desidia.
Quiero que determines mi canto y ya no mi llanto. Quiero relativizarte el alma.
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