Algunos vomitamos por desprecio, otros por placer, por deseo, y otros por enfermedad. Pero todos vomitamos. A veces deseamos la enfermedad, ver la cara de aquello que nos atormenta, para así contrastarlo con la sublime realidad que inventamos unos segundos atrás. ¿Para qué? Para sentirnos vivos... vivos y libres. Poder vomitar y volver a empezar, desde cero, ese círculo que de tanto odio ya se ha vuelto nuestro amigo. Y claro que es incondicional, como nuestras cruces, puesto que si no, no las cargaríamos con tanto empeño, no estrecharíamos tan seguido la mano de nuestra séptima muerte de esta noche, y por supuesto no necesitaríamos vomitar. Sin embargo lo hacemos, cada vez que el sol se apaga y nos refulge el alma, como idiotas, esperando que el destino se autoescriba.
¿Qué somos, sino un vómito del destino? Ya no somos juguetes, y sin embargo tentamos a la suerte, jugamos a borrar de los pasadizos de la memoria todo aquello que nos hizo viles. Lo vomitamos, y luego que alguien limpie este desastre, pues ya no queremos ver los trozos de otra alma desgarrada, mezclada con la negra bilis de nuestro propio rencor. Es ese, entonces, el momento en que el espejo deja de mirarnos a los ojos. Nos da la espalda y nos damos cuenta, aunque no sin negaciones previas, de que hemos enfermado.
Aguardamos sin embargo ansiosos a que claven nuestra cruz. El calvario ha comenzado como una hoguera que jamás fue de vanidades, si bien amenaza también con quemarlas. El vómito se mezcla con el fuego líquido que fluye desde el centro del ser, como un hedoroso magma que al fin nos hará libres, condenándonos a ser absolutos, a las cenizas de un adios que jamás tuvo un hola precedente. Vomitaremos, entonces, algunas lágrimas.
Mas no nos adelantemos aún. El sol brilla hoy con más fuerza que nunca. Es preciso vomitarle unas palabras que no rocen sus oídos más que en los sueños de alguna de las bestias dormidas, encerradas en las jaulas que nos separan de nuestra propia demencia. Son nuestras bestias, nuestros miedos y debilidades, criaturas que vomitan látigos y nos hacen sangrar esa espalda que carga sobre sí todo el peso de la enfermedad. Nuestras bestias están también enfermas, y nos enferman aún más cuando, consagradas a la idea de que el sol no les llama por su nombre, pugnan por huír, vomitándonos encima todo el hastío y la enfermedad. Nos vuelven incompletos. Huesos y sangre, tal vez algún músculo, mas nunca un cuerpo que pueda preciarse de tal. Somos vómito de bestia, y ellas sueñan con el sol. Somos vómito de sueños, de sol y de piedad. La piedad enferma a nuestras bestias dormidas, y todos sabemos que se vuelve muy difícil conciliar el sueño cuando está uno enfermo.
Es por ello que debemos vomitar, puesto que las criaturas no callarán hasta ver el sol. Somos presos de nuestra propia jaula, que no existiría si no fuésemos presos, pues es la propia enfermedad la que enferma. Son nuestros miedos que sólo se aplacan con golpes del destino, que sentados esperamos a que nos guiñe con ojos de universo. Nuestro vómito es el mal, que fluye por nuestras gargantas en vehementes gritos de guerra, que al salir se asemejan más a lastimeros aullidos de dolor. Mientras tanto las bestias se comen nuestra carne, para luego vomitarnos el ser y seguir enfermándonos, repitiendo así el maldito círculo de nuestra propia demencia, que nos ata a las infames cruces, para ahogarnos en gigantescas quimeras, mas pequeños esfuerzos de mortales que aguardan la salida de otro sol que alumbre sus defectos, como cada mañana.
Entre tanto el cigarro se consume en el cenicero, y el cristal de los sueños va quebrándose cada noche. Quién sabe si alguna vez llegarán a ser sueños rotos, o si las bestias los devorarán, haciendolos partes de la enfermedad pero en añicos. Por lo pronto, prefiero yo mis sueños de cristal, aún si deba devorarlos cada noche, y vomitarlos en el eterno de las jaulas. No deseo que mis sueños sean fagocitados por esta enfermedad de esperar y vomitar, de esperar vomitar, de cargar la cruz de mi pripia demencia, del miedo a confrontar con aqeullo que alguna vez creí vil, y que ahora fluye por mis entrañas mezclado con la negra bilis que a esta altura se encuentra ya en mi garganta.
Voy a dar un trago de mi propia muerte y a vomitar unas palabras que tal vez sirvan de consuelo a mis rencores y remordimientos enjaulados, a las arcadas de odio que jamás cesarán. Pues si tengo que vomitar mis sueños, será por haberme planteado un desafío más grande, y no creo poder devorarme el universo... ¡mucho menos habré de vomitarlo!
Bienvenidas sean entonces, viles bestias, pues es esta su morada. El universo es vuestra jaula. Serán entonces mis sueños, los barrotes...
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